Pareciera que en 1850, el gobernador de Tucumán, general Celedonio Gutiérrez, aspiraba a insuflar un poco de aire nuevo en la judicatura de la provincia. Cabría suponer que, o tenía muy escasos abogados en la matrícula, o simplemente no confiaba en ellos para los cargos en la Administración de Justicia.
Por eso solicitó a un amigo, el comisionista porteño Eduardo Lahitte, que le consiguiera un letrado de Buenos Aires para esas funciones. Al menos, eso puede inferirse de la respuesta de Lahitte. Su carta, fechada el 25 de mayo de 1850, se conserva en el Archivo Histórico.
El porteño expresaba, a su “muy respetable amigo y compatriota”, que “apenas estarían en aptitud de desprenderse de su país (la expresión significaba provincia, en esa época) y de su proporción, algunos jóvenes recién instalados en el foro”. Y, apuntaba, “¡cómo confiar a su inexperiencia las altas funciones de la Magistratura!”
Comentaba el aforismo “mejor está un pueblo sin leyes que con malas leyes”. Porque “en el primer caso, el instinto natural y el interés bien entendido suplirían la deficiencia de los Códigos, mientras en el segundo será forzoso prosternarse ante el mal que se conocía y adorarlo. ¿No podrá decirse otro tanto, si no con más razón, de la falta de buenos magistrados, o de la presencia de los que no lo son?”.
Agregaba Lahitte que “como es natural, los abogados útiles que tenemos, o están ocupados por el Gobierno, o se hallan establecidos con ventajas a las que no renunciarían fácilmente. Este es el caso”.